Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
Estuvieron riéndose cinco minutos. Después abandonaron toda esperanza de sobrevivir. Allí, rodeados de desconocidos, en medio de la nada, se abrazaron tan fuerte como pudieron, y esperaron en silencio a que llegara el final.
Eran conscientes del suave latir de sus corazones, apretados el uno contra el otro. Y luego... Luego no sintieron nada más.

Israel Barranco
Cada uno viviendo, a tientas, la vida que le tocó vivir. Rozando, arañando y mordiendo las paredes de su propia alma. Procurando hacer el menor ruido posible. Y sobre todo, que el dolor sea suave y que no nos pille con la guardia baja.


Sujetando, entre los dientes firmemente apretados, cada canción que nos contó una vez lo hermosos que eran los días. Canciones que saben a heridas, a derrotas y a luchas. Y de vez en cuando -muy de vez en cuando -a gloria y a triunfo peleadas hasta el borde de la extenuación.


Y sin embargo, seguir viviendo a contrarreloj la vida.
Esta perra y bendita vida.

Israel Barranco
-¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el principito.
-Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa"crear vínculos... "
-¿Crear vínculos?
-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchacho igual a otros cien mil muchachos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes.
Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. 
Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado.





"El Principito"

dos de noviembre

Lo bueno del paso de los años es que filtra las cosas. Igual que el sembrador separa la semilla buena de la mala, el tiempo se encarga de separar lo permanente de lo transitorio. Lo verdadero de lo falso, lo imprescindible de lo accesorio.

Veintiuno es mirar atrás y contemplar el camino recorrido. Recordar las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos. Revisar las huellas hundidas, las que se pisaron de forma insegura. Las huellas de las carreras. Los recodos del camino en los que nos sentamos a descansar.
Veintiuno es comprobar las huellas que continúan –a pesar del sol agotador, de la lluvia o de la nieve –al lado de las huellas propias.
Veintiuno es descubrir la certeza de los caminos entrelazados. Es mirar las montañas que se han de atravesar como un reto que hace crecer.
Veintiuno es aprender a aceptar lo que se quedó atrás en el camino. Es caminar con lo puesto, con la sabiduría que el pasado nos regala y la esperanza de un futuro de sendas nuevas. De nuevas huellas.

Veintiuno es cerrar los ojos y dar un paso adelante.


La felicidad es ese instante.
Justo en el que te quedas sin respiración.
A quien dibujara las líneas de mi horizonte se le torció el dedo. Llevo toda mi vida mirando horizontes torcidos. En el campo, las montañas recortaban sus formas salvajes contra el cielo. A veces, cuando había tormenta, las siluetas de los árboles danzaban furiosamente sobre el fondo gris amenazante del cielo. Entonces daban miedo. Parecía un horizonte oscuro, cargado de presagios terribles que no podían dejar tras de sí algo que no fuera dolor y sufrimiento. Otras veces, en las tardes de verano, se dejaban adivinar como horizontes silenciosos, apacibles. Los árboles se estaban quietos, tan quietos que a veces parecían contener el transcurso del tiempo entre sus garras de madera que apuntaban al cielo. Entonces, siempre olía a jazmín y a hierba seca, y el sol se ponía con lentitud entre los horizontes torcidos. Entonces, mis horizontes se dulcificaban, y la angustia se borraba como si nunca hubiera existido la más leve tormenta.
Había otras veces en que me sentía encerrado entre tantos horizontes inclinados hacia mí, siempre altos y lejanos. Los horizontes que se dibujan entre montañas siempre apuntan hacia abajo.
Entonces empecé a descubrir horizontes nuevos. Deslumbrado quedé, con la fascinación que siempre despiertan las cosas nuevas. De los primeros horizontes que conocí, y de los que tomé consciencia, fue el de la playa. El mar siempre dibujaba un horizonte perfecto, silencioso, inmutable. A veces se dejaban entrever los pensamientos del océano, cuando las pequeñas olas rompían en la arena. Sin embargo, el horizonte seguía tan quieto y liso como el mismo cielo. Era en aquellas tardes cuando el sol se ponía y se volvía –solo entonces –el horizonte más bello del mundo. Trastocado de su color original, los reflejos de la luz agonizante transformaban la playa en el paraíso. Entonces, el cielo parecía rozarse con la arena caliente, y todo el horizonte se volvía un círculo cerrado que empezaba y acababa en el mismo sitio. En aquel momento la quietud se volvía tal que uno podía hablar consigo mismo, cara a cara. Sin embargo, era un horizonte estático. Incluso en plena tormenta, con enormes olas agitadas y torbellinos de arena mojada que subían y bajaban, el horizonte seguía liso, terso. Inmutable. Demasiado irreal como para ser mi horizonte.
El segundo horizonte que conocí fue el no-horizonte que se precipita hacia abajo desde la ventanilla de un avión. Desde el cielo, sólo se ven las nubes. Fue tal la ansiedad que sentí cuando me monté en aquel avión, que olvidé seguir respirando. Era la primera vez en mi vida que me sentía perdido, confuso. Sin horizontes. A mi alrededor no había nada. Solo azul. Siempre azul. No, aquel horizonte estaba demasiado vacío para mí. No era aquel mi horizonte.
Después conocí el horizonte de la ciudad. Era un horizonte repleto, y siempre alto. Eternamente recortado por los bordes de los edificios, por encima de mí. Nunca conseguí ver más allá del horizonte próximo de una cornisa, de una calle. Era un horizonte acelerado, desconcertante. Aquel horizonte exigía pasos demasiados ligeros. Era camaleónico, incomprensible. Olía a vida y a muerte a la vez. Era, sin duda, el horizonte más lleno que había visto en mi vida, y a la vez el más hueco de todos. Me acostumbré a él, aunque no llegué a considerarlo jamás mi horizonte. No, era demasiado precipitante como para serlo.
Y volvía a mi horizonte de siempre, con sus líneas torcidas y sus cambios de humor. Volví a ver las líneas controvertidas de las ramas de los árboles, y la línea azul del final del mundo, que recortaba la lejanía inalcanzable del fondo del horizonte. Aprendí a aceptar los árboles que se interponían entre mi horizonte y yo. Aprendí a reconocer los gritos de libertad de las águilas, que rodeaban desde lo alto todo mi horizonte. Aprendí a disfrutar con los cantos sigilosos de los ruiseñores, que cantan desde los árboles cercanos, nunca valientes como para emprender vuelos lejanos. Aprendí a amar los días de sol intensos, que derriten todo bajo sus dedos de verano. Aprendí a amar las primeras gotas de la lluvia de otoño, que anuncia con lágrimas frías la llegada inminente del invierno. Aprendí a caminar –aun con torpeza –por la nieve, con pisadas extrañas, lentas y torpes. Aprendí a correr veloz entre las flores de primavera. A buscar el agua y a temer el fuego como muerte y destrucción de todo el horizonte que conozco.
No sé en qué horizonte acabaré viviendo. Las partituras de la vida son tan rebuscadas como imprevistas. Quizá termine conociendo otro horizonte como conozco éste. Pero tengo la certeza –al menos pasajera –de que este horizonte torcido es mi horizonte. Tal vez por la seguridad de saberlo así, conocido. Tal vez porque esta paz que despierta en el alma solo es capaz de despertarla el horizonte al que llamamos hogar.
Israel Barranco
En el momento en que nacemos estamos enteros. A medida que vamos creciendo nos vamos partiendo en trozos, pequeños o grandes. Da igual. El caso es que nos fracturamos, nos hacemos sangre, nos desgastamos…
Al principio no nos damos cuenta: somos demasiado críos, estamos demasiado ocupados aprendiendo las reglas del mundo como para darnos cuenta de nada. Y los trozos son pequeños.
Pero a medida que uno crece, se va viendo cada vez más incompleto, más gastado. Y entonces empieza la búsqueda.
Empezamos a buscar por todas partes trozos. Trozos que sustituyan los que faltan. Buscamos con desesperación la forma de volver a sentirnos plenos, enteros.
Arrancamos, a veces a base de amor, a veces con desesperación y sin miramientos, trozos de aquello que nos llena. De personas, de paisajes, de momentos, de sueños, de deseos, de oraciones…

Porque nos sabemos incompletos, y tenemos la necesidad de volver a ser plenos, porque hubo un día en que así lo fuimos. Buscamos porque anhelamos la plenitud. Y la búsqueda constante es lo único capaz de hacernos sentir, aunque sea por un instante, llenos del todo.
Israel Barranco

Y entonces, llegó el verano.
Llegó sin avisar, después de un invierno demasiado largo y demasiado frío. Después de demasiadas lágrimas, de demasiadas peleas, de demasiados silencios. Demasiadas derrotas.
Llegó el verano en todo su esplendor. Los días se llenaron de luz. La lluvia pasó. Pasaron los miedos, las inseguridades. Pasó el dolor.
Las ventanas se llenaron de sueños nuevos, o de sueños antiguos rescatados de la basura. 
Ya no hacía frío, así que guardé, bien hondo, todos los chalecos que me aislaban del aire, todos los guantes que me impedían acariciar, todas las bufandas que escondían mi boca y hacían que pareciera inútil sonreír.

Mi vida seguía siendo la misma. Todo continuaba en su sitio. Sin embargo, aprendí a redescubrir constantemente las certezas escondidas en el camino. Andar por el pasillo de la facultad se hizo divertido. Comer allí todos los días dejó de ser una carga para empezar a ser una ventaja.
Aprendí a creer de nuevo en el amor. Rescaté lo que quedaba de mi optimismo y me vestí con él todos los días. Lo guardé junto a la pasta de dientes, para que no se me olvidara ponérmelo ninguna mañana.
Aprendí a arriesgar, y a sorprenderme por los resultados.

Aprendí a respirar profundamente el aire renovado del verano.





Utiliza la sombra. Lee, sueña, descansa. Usa tus sueños. Y si están rotos, ¡pégalos!
Un sueño roto bien pegado puede volverse aún más bello de lo que era.
M. Malzieu
No nos enseñan a morir. No nos enseñan a despedirnos de los que se mueren. Siempre ha sido un tema tabú, una consecuencia inexorable de ese “carpe diem” vacío y sintético que se nos vende constantemente en esta sociedad capitalista en que vivimos.
La muerte es lo único que llevamos bajo el brazo cuando nacemos. Sabemos que tenemos fecha de caducidad, y sin embargo, nos empeñamos en cerrar los ojos con fuerza, y repetirnos a nosotros mismos que somos inmortales. Se lo decimos a nuestros padres, para que no se preocupen si enferman. Se lo decimos a nuestros hijos, para no tener que explicarles lo que significa “morir”.
Sin embargo, es la muerte lo que dota de sentido la existencia. La conciencia de muerte lleva inherente la conciencia de vida. En el momento en que se entiende la muerte como algo tangible, posible e inesperado, se llena de contenido la vida. Empezamos a preocuparnos por dónde gastamos nuestro tiempo, con quién lo hacemos y de qué forma. Empezamos a hacer las cosas que verdaderamente queremos hacer. Empezamos a tomar consciencia de quiénes somos y de quiénes queremos ser realmente.
La sociedad empuja con fuerza al consumismo voraz. Consumimos ropa, comida, artículos de belleza y cosas para el salón de casa. Compramos compulsivamente medicamentos, y llenamos el botiquín de Paracetamol y de Ibuprofeno, para cuando nos duela el cuerpo. Consumimos relaciones sexuales y relaciones afectivas. Consumimos viajes, sueños y puestos de trabajo. Y sin embargo… ¿Qué queda? Vacío. Todas esas cosas están dirigidas a producirnos placer inmediato, a mitigar un poco ese sentimiento que pellizca la boca del estómago y nos hace preguntarnos cosas. Y nos hace buscar respuestas.

Al negar la muerte, negamos una forma de vida. De vivir la vida llenándola de vida. Como se merece.
Israel Barranco






Leaves the music flow

Dicen que los ángeles vuelan alto, tan alto que nadie puede volar a su lado, porque si no sus alas arderían por la cercanía del sol. Que las flores se abren despacio, tan despacio que no puede apenas percibirse. Nadie puede entender lo que siente una flor cuando se abre al sol de la mañana. Dicen que cada pájaro canta en su idioma, que nadie pudo jamás reproducir a la perfección ninguno de sus cantos. Que la gente muere a su ritmo, creando un momento mágico y triste, en el que se roza el corazón de esa persona. Nadie puede morir igual que otro. Cada uno tenemos nuestra propia forma de despedirnos del mundo.
Dicen que los guerreros luchan solos. Cada uno maneja su espada y su escudo a su manera. Cada uno controla sus pesares, y sus talones débiles. A veces luchar al lado de otros hace sentir seguridad. A veces los que luchan a tu lado, sin querer, te lastiman con su espada. Es difícil: cada uno tiene su estilo de lucha.
Por eso los guerreros luchan solos.
Israel Barranco

"A veces es necesario ponerse al sol para ver como nuestras sombras desaparecen"

Lo que aprendí de los cuentos.

Aprendí que Hansel y Gretel, aunque son hermanos, a veces pueden hacerse daño sin querer, en una de las peleas tontas de hermanos.
Que Cenicienta parece perfecta a las once y media, cuando todavía funciona el hechizo, pero que debes esperar a las doce y cuarto para ver cómo es en realidad, cuando termine el hechizo.
Que después de vivir en medio del campo en la casita de los enanitos toda la vida, el palacio y la gran ciudad pueden parecer excitantes, pero que hay demasiadas veces en que uno se acuerda de su vida tranquila en el campo, rodeado de enanitos que lo quieren y lo cuidan.
Aprendí que subir la melena de Rapuncel, torre arriba, es más trabajoso de lo que parece, y que el pánico al entregarte tanto, cada vez más alto, es algo real, y que nunca se sabe lo que puede esperar en la torre. Así que aprendí a pensármelo dos veces antes de escalar ninguna melena dorada.
Que los Tres Mosqueteros no tienen por qué ser siempre “todos para uno y uno para todos”, y que a veces los mosqueteros se olvidan del “todos” para centrarse en el “uno mismo”. Que la amistad hay que trabajarla y pelearla a golpe de espada.
Que de la lámpara más fea, igual que del hecho más doloroso, puede salir algo grande y genial. Como un Genio. (Y que dejar escapar al genio de vez en cuando no viene mal).
Que es peligroso confiar en todos los que uno se encuentra en el bosque, que a veces los que parecen amigos son en realidad lobos feroces escondidos entre los árboles, y de los que debe uno apartarse lo más rápido que pueda.
Aprendí que la familia de verdad a veces no comparte la sangre de uno, y a veces es más familia Baloo que las personas de la aldea.
Que hay gente que se reirá de ti, por tus orejas tan grandes, pero que eso no debe importar si esas orejas te permiten volar (aunque seas un elefante).
Descubrí que, después de pasar todo el verano trabajando como una hormiga, para llenar la despensa para el invierno, puede llegar una cigarra y, sin esforzarse, te arrebate lo que te corresponde por derecho. Pero aprendí a seguir trabajando como una hormiga, y a ser honesto y justo.
Que un gesto tan pequeño como tocar la aguja de una rueca puede tener grandes repercusiones, y hacer mucho daño a la gente de tu alrededor. Y que a veces los problemas no desaparecen a la mañana siguiente, cuando uno despierta después de un beso.
Que hay personas que a primera vista parecen brujas sin belleza ni bondad, pero que después uno aprende a mirar más veces, y se da cuenta de que son hadas bondadosas (y que uno se ha podido comportar como una Bestia a veces con ellas).
Y que la Bestia es al final la que se lleva a la Bella, y el príncipe azul se queda solo, sintiéndose estúpido por ser tan buena persona.
Aprendí que en el fondo de cada uno de nosotros habita un Peter Pan que puede volar muy alto, tan alto como le deje nuestra fe, nuestros sueños, y el polvo de hadas que nos regalen por el camino.
Israel Barranco
Hay momentos en que el cansancio se apodera de ti. Te sientes agotado, derrotado una y otra vez por las mismas luchas, las mismas penas, los mismos sinsabores. Cuando, sin querer, desentierras recuerdos de heridas todavía frescas, todavía sensibles, que todavía escuecen…
Y te entran ganas de mandarlo todo a la mierda, porque creías que por fin lo habías superado, y te sientes terriblemente estúpido por permitirte pensar en ello una vez más…
Porque, en el fondo, te aterra la sola idea de entablar esa batalla una vez más. Las batallas contra el propio corazón, contra uno mismo, son las más amargas y las más difíciles de ganar.
Pero no te permites detenerte. Sabes que debes ser fuerte, que tienes que seguir luchando. Sabes que por mucho que te escuezan las heridas, no debes detenerte jamás. Seguir caminando, recorriendo un nuevo camino. Debes seguir adelante, porque si paras, tal vez no encuentres jamás las fuerzas para continuar. A veces caminarás con rabia, apresurando los pasos para alejarte cuanto antes, a veces con dolor, y cada paso te costará la misma vida, porque duele, y duele tanto… Sin embargo, otras veces continuarás caminando por simple inercia. Este paso es el más peligroso de todos. Ausente de dolor y de sufrimientos, pero también de dichas y alegrías. Ausente de sentimientos o emociones. Las heridas ya no duelen, simplemente porque las ignoras.
Y, sin embargo, seguir. Adelante. Con valentía, sin bajar la cabeza. Porque es inútil buscar un camino. El camino se lo traza cada uno con sus propios pasos. Con cada uno de ellos, ya sea acertado o erróneo.
Porque no hay camino escrito, ni dibujado. La senda de la vida es la que cada uno va pintando con cada decisión, con cada sueño que abandona o que elige seguir. Con las personas que pone en su vida y con las que aparta de ella. Lo forman los momentos felices, y los tristes. Los momentos en los que uno fue valiente o en los que perdió el tren que pasaba. Lo forman, también, las equivocaciones. El odio que sintiéramos y que nos diera la fuerza para seguir… La esperanza, que nos hizo mantener la mirada fija en el cielo. El amor, que mantuviera, a veces, el corazón caliente.
Lo forman todas las caricias dadas y los abrazos recibidos. Las miradas, las palabras que hicieron daño y las que trajeron la calma. Los besos. Las oraciones y las lágrimas derramadas. Los gritos y los bailes. Las risas. Las preguntas sin respuesta, y las respuestas que sí encontramos.
Porque el camino que recorremos está hecho justo a nuestra medida. Hecho por y para nosotros. Y para nadie más.
Israel Barranco
El espectáculo debe continuar. El escenario, vacío, iluminado por focos de una luz tan blanca que parecía bajar del mismo cielo. Esperaba. Y el público contenía la respiración. Todo el enorme palco aguardaba, ansioso.

Tras las cortinas estaba él. Cerró los ojos y contó hasta tres. Estaba temblando.
En los ensayos había tropezado tantas veces… Necesitaba bailar más, practicar mucho más los pasos, concienciarse… Pero no tenía tiempo. Todos lo estaban esperando.
Deseaba, con todas sus fuerzas, salir corriendo de allí, tan rápido como sus piernas le permitiesen. Correr, lejos de todo. Del miedo, de la atenta mirada del mundo, de todas las expectativas… Y sabía que no debía hacerlo. Se había jurado que no volvería a huir de nada. Había sufrido demasiadas veces el dolor de la pérdida. Y no estaba dispuesto a volver a sufrir, a tener que empezar de cero, en cualquier otro callejón harapiento.

Quería bailar.
Y eso, justamente, fue lo que hizo. Subió los peldaños que lo separaban del escenario de uno en uno, sintiendo la madera pulida y caliente bajo sus pies. Despacio. A su ritmo. Despacio…
Los focos lo deslumbraron, pero no le importó. Todo dejó de ser importante. Todo menos la música. Y las manos. Y los pies. El corazón bombeó sangre, y esfuerzo, y dolor. Y el chico bailó con rabia, con desesperación. Los ojos no veían nada. Notaba húmedas las mejillas a causa de sus lágrimas, pero no era consciente de ello. Ni de las gotas de sudor que le corrían por la frente, ni de la tensión que apretaba todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Solo importaba la música. Poco a poco se fue entregando, soltándose. Se permitió volver a sentir. A disfrutar. No sonreía, estaba demasiado concentrado. Pero sus ojos, aquellos enormes ojos castaños, brillaban. Brillaban con tanta fuerza que costaba mirarlos sin parpadear.

Y al terminar, apenas hizo caso de la ovación del público. Incluso se pusieron de pie para aplaudir. Hizo la reverencia ensayada de forma casi automática, sin ser consciente de que le aplaudían a él. Porque en realidad, no le importaba. No había bailado para ellos, ni por el dinero que habían pagado en la puerta del viejo teatro. Había bailado para él. Porque se prometió no abandonar. Y porque era consciente de que, ante todo, el espectáculo debía continuar.
 Israel Barranco






La perfección no necesita de retoques, ni de cámaras especiales. Se da en lo sencillo, se nos pone delante a diario, y casi siempre dura apenas unos segundos...
(Suerte que justo en estos momentos llevaba la cámara colgando del cuello).

A todos los zapatos rotos del mundo.

Hoy se me han roto mis zapatos preferidos. Primero pensé “¡Mierda!”. Pero después me alegré.
Que se rompan los zapatos significa que han tenido uso. Que, gracias a Dios, tengo piernas para andar. Que han sido muchos los caminos que he pisado, y muchas las carreras que he dado, los paseos que he disfrutado, las canciones que he bailado.
Que se rompan tus zapatos preferidos significa que tienes criterio propio para elegir lo que te pones y lo que no te quieres poner. Significa que tienes libertad para elegir tus propios zapatos, y que no has tenido que romper, a base de pasos, unos zapatos que no te gustan, o que otros te han obligado a llevar.
Significa que se termina una forma de caminar en tu vida, y que se abren mil posibilidades nuevas para elegir. Me dio pena tirarlos, pero al final lo hice. Hay que saber dejar atrás las cosas que ya no sirven, aunque hayan tenido un gran significado para ti. Hay que dejar espacio en el ropero para que puedan llegar otros zapatos. Que significarán nuevos paseos, nuevas carreras, nuevos bailes…
Ojalá encuentre pronto otros zapatos que encajen conmigo como lo hicieron aquellos. Porque estos fueron maravillosos, y me ayudaron a definirme un poco más. Así que desde aquí los despido, y prometo recordarlos con cariño.
Israel Barranco
La lluvia cae, indolente, sobre el suelo de la calle.
Te mojas, y el agua de la lluvia se mezcla con tus propias lágrimas.
Quisieras correr, escapar. Te encuentras solo y perdido en una ciudad demasiado grande para ti. Demasiado desconocida.
Pero solo eres capaz de permanecer allí, bajo la lluvia, observando como los pedazos de tu vida se deshacen bajo el agua que se desmorona desde el cielo.
Y te da rabia. Miras al cielo y gritas. Y del cielo solo cae más agua. Y tú lloras como un niño pequeño, y deseas con todas tus fuerzas que se acabe ya el dolor, pero este no pasa. Tu corazón bombea más deprisa, intentando liberarse del miedo que lo aprisiona, como una garra helada, que aprieta y aprieta cada vez más fuerte.
El tiempo se escurre lentamente, silencioso y ausente. Y se te van los días, las horas, los segundos. Deseas poder pararlo, pero no puedes. La lluvia sigue mojando la calle, y tú, más viejo y más cansado, sigues atado al suelo. La esperanza se va apagando poco a poco en la creciente oscuridad. Asustado, te preguntas cuándo llegará el amanecer. ¿Por qué tarda tanto? ¿Acaso el sol olvidó su camino? Y te sientes tan débil… Las manos y el corazón están fríos. Los ojos, cansados de tanto llorar. Te duele el cuello de mirar al cielo, esperando un milagro. Y sin embargo, sigues mirando hacia arriba. Tal vez por orgullo. Tal vez sea la patética naturaleza del ser humano, que nos permite tropezar infinitas veces en el mismo lugar. No lo sabes. Pero tus ojos siguen clavados en el cielo, esperando el milagro.
Y en ese momento, todo se detiene. Los coches dejan de pasar por la calle, y hasta las farolas contienen su luz. Todo el universo aguanta la respiración. Y sucede.
Las nubes se apartan poco a poco, y cae sobre la mojada noche el primer rayo de luz.
Los ojos te escuecen, y el corazón también. Es lo que sucede cuando sanan las heridas. Escuecen.
Y entonces la luz se abre paso, poco a poco. Y la ciudad te parece menos extraña, menos fría. Y sientes como el corazón comienza a latir de nuevo. Poco a poco. Despacio. Como la primavera cubre de flores la escarcha tras el invierno. Como el sol asoma siempre tras la noche. ¿Cómo pudiste dudar? ¿Cómo perdiste la certeza de que el sol siempre aparece al amanecer? Y descubres cómo los rayos de sol van ahuyentando la oscuridad. Justo cuando la noche era más oscura. Justo entonces. Y empiezas a comprender. Te das cuenta de que la melodía de tu vida continúa. Porque en la música, los silencios también son importantes. Cuando se apagan las notas, y te ves perdido, no lo entiendes. Pero después, cuando todo ha acabado, miras la partitura que tienes entre las manos, y sonríes. Todo cobra sentido. Cada silencio que nos obliga a callarnos a la vez nos da el respiro justo para que podamos tomar aire y continuar cantando.
Y entonces ves la vida en todo su esplendor. Eres capaz de volar sobre el cielo y la tierra, y te sientes vivo y libre. Las ataduras caen, y la fe trae de nuevo la esperanza a tu corazón. Y te alegras de que no hubiera acabado todo. Lloras. Pero ahora son lágrimas de felicidad. Lágrimas que limpian tu alma. Sientes la tierra húmeda bajo tus pies cuando corres. El aire te acaricia el rostro, y desde lo más hondo de tu corazón nacen las ganas de volver. Las ganas de volver a vivir.
Y te sientas entre las mil cajas de tus sentimientos y ríes. Comienzas a desempaquetarlo todo. Las emociones regresan a ti, como oleadas de un mar largo tiempo ignorado. Y te prometes a ti mismo que no volverás a hacerte esto. Jamás volverás a hacerte daño.
 La vida es demasiado hermosa como para desperdiciarla llorando. Y en cualquier momento puede terminar. Porque todos sabemos que el futuro no nos pertenece. Nosotros sólo somos dueños del presente. Y debemos escribirlo con nuestra mejor letra. Porque en cualquier momento el libro puede llegar a su fin. Y cuando así sea, ojala seamos capaces de escribir nuestras últimas líneas con el alma en paz, conscientes de que hemos vivido profundamente el regalo de la vida. Con la alegría de saber que nos hemos equivocado y que hemos tenido la valentía de seguir adelante.
Jamás debemos olvidar que hasta las luces más pequeñas brillan en la oscuridad. Aunque no las veamos, jamás debemos perder la certeza de que están ahí. Y, sobre todo, nunca debemos dudar de que el sol salga tras la noche. Siempre lo hace.
Israel Barranco.

mis bocetos.












Cada uno tiene su forma de imaginar. Yo también tengo la mía. Mis bocetos.

Es como los ojos. Los ojos parpadean juntos, se mueven juntos, lloran juntos, ven las cosas del mismo modo, miran en la misma dirección… Aunque no puedan verse el uno al otro, están ahí. Forman parte de algo común, que es la mirada.
La amistad es así. Es posible que no te vea en semanas, o que pase muchísimo tiempo sin saber de ti. Sin embargo, no necesito verte para saber que estás junto a mí.
Israel Barranco.

A veces es complicado ser feliz. Es cuando sientes ese vacío en el pecho, y respiras hondo, tan hondo que llega al alma, y ni aún así desaparece.
Cuando piensas, cansado ya, que cuándo va a tocarte a ti el turno. Cuando las luces de Navidad se encienden, y todo brilla afuera, y resplandece, pero dentro de ti habita un nido de oscuridad, que parece eclipsar toda la luz.
Es cuando te escuecen los ojos por la calle, y parpadeas mil veces, para que no caiga ni una sola lágrima. Cuando la música suena, ensordecedora, alrededor, pero no escuchas nada, solo tu corazón acelerado en el pecho. Y eres consciente en ese momento, de que estás solo.
Es correr, pisando los charcos, en dirección a ninguna parte. La ropa, empapada, el agua que ensucia y limpia a la vez. Correr, sin importar a dónde, solo lejos, tan lejos como te lleven tus pies empapados, hasta el final… 
Israel Barranco.

El Árbol de los Paraguas.

Hay dos formas de caminar en la vida: con una mirada cansada, monótona y una mente lógica que se esfuerza en razonarlo todo...
o con la mirada de un niño, que se asombra ante todo lo que ve, con una mente dispuesta a mirar más allá, a creerse que de verdad nada es lo que parece.
" yesterday,

all my troubles seemed so far away..."

"now it looks as though they're here to stay"
"oh, I believe in yesterday"
"suddenly,

i'm not half to man I used to be"


"there's a shadow hanging over me

oh, yesterday came suddenly..."
Yesterday
The Beatles
A veces necesitamos un lugar para perdernos, entender nuestros propios pasos, y reunir valor para seguir adelante.
“Únicamente los niños saben lo que buscan. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo que viene a ser lo más importante para ellos y si se la quitan, lloran…”
El Principito.
Una idea es como un virus. Resistente. Altamente contagiosa. La más pequeña semilla de una idea puede crecer. Puede crecer para definirte o destruirte. La más pequeña idea como: “Tu mundo no es real”. Un simple y pequeño pensamiento que lo cambia todo.
Origen.