Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
A quien dibujara las líneas de mi horizonte se le torció el dedo. Llevo toda mi vida mirando horizontes torcidos. En el campo, las montañas recortaban sus formas salvajes contra el cielo. A veces, cuando había tormenta, las siluetas de los árboles danzaban furiosamente sobre el fondo gris amenazante del cielo. Entonces daban miedo. Parecía un horizonte oscuro, cargado de presagios terribles que no podían dejar tras de sí algo que no fuera dolor y sufrimiento. Otras veces, en las tardes de verano, se dejaban adivinar como horizontes silenciosos, apacibles. Los árboles se estaban quietos, tan quietos que a veces parecían contener el transcurso del tiempo entre sus garras de madera que apuntaban al cielo. Entonces, siempre olía a jazmín y a hierba seca, y el sol se ponía con lentitud entre los horizontes torcidos. Entonces, mis horizontes se dulcificaban, y la angustia se borraba como si nunca hubiera existido la más leve tormenta.
Había otras veces en que me sentía encerrado entre tantos horizontes inclinados hacia mí, siempre altos y lejanos. Los horizontes que se dibujan entre montañas siempre apuntan hacia abajo.
Entonces empecé a descubrir horizontes nuevos. Deslumbrado quedé, con la fascinación que siempre despiertan las cosas nuevas. De los primeros horizontes que conocí, y de los que tomé consciencia, fue el de la playa. El mar siempre dibujaba un horizonte perfecto, silencioso, inmutable. A veces se dejaban entrever los pensamientos del océano, cuando las pequeñas olas rompían en la arena. Sin embargo, el horizonte seguía tan quieto y liso como el mismo cielo. Era en aquellas tardes cuando el sol se ponía y se volvía –solo entonces –el horizonte más bello del mundo. Trastocado de su color original, los reflejos de la luz agonizante transformaban la playa en el paraíso. Entonces, el cielo parecía rozarse con la arena caliente, y todo el horizonte se volvía un círculo cerrado que empezaba y acababa en el mismo sitio. En aquel momento la quietud se volvía tal que uno podía hablar consigo mismo, cara a cara. Sin embargo, era un horizonte estático. Incluso en plena tormenta, con enormes olas agitadas y torbellinos de arena mojada que subían y bajaban, el horizonte seguía liso, terso. Inmutable. Demasiado irreal como para ser mi horizonte.
El segundo horizonte que conocí fue el no-horizonte que se precipita hacia abajo desde la ventanilla de un avión. Desde el cielo, sólo se ven las nubes. Fue tal la ansiedad que sentí cuando me monté en aquel avión, que olvidé seguir respirando. Era la primera vez en mi vida que me sentía perdido, confuso. Sin horizontes. A mi alrededor no había nada. Solo azul. Siempre azul. No, aquel horizonte estaba demasiado vacío para mí. No era aquel mi horizonte.
Después conocí el horizonte de la ciudad. Era un horizonte repleto, y siempre alto. Eternamente recortado por los bordes de los edificios, por encima de mí. Nunca conseguí ver más allá del horizonte próximo de una cornisa, de una calle. Era un horizonte acelerado, desconcertante. Aquel horizonte exigía pasos demasiados ligeros. Era camaleónico, incomprensible. Olía a vida y a muerte a la vez. Era, sin duda, el horizonte más lleno que había visto en mi vida, y a la vez el más hueco de todos. Me acostumbré a él, aunque no llegué a considerarlo jamás mi horizonte. No, era demasiado precipitante como para serlo.
Y volvía a mi horizonte de siempre, con sus líneas torcidas y sus cambios de humor. Volví a ver las líneas controvertidas de las ramas de los árboles, y la línea azul del final del mundo, que recortaba la lejanía inalcanzable del fondo del horizonte. Aprendí a aceptar los árboles que se interponían entre mi horizonte y yo. Aprendí a reconocer los gritos de libertad de las águilas, que rodeaban desde lo alto todo mi horizonte. Aprendí a disfrutar con los cantos sigilosos de los ruiseñores, que cantan desde los árboles cercanos, nunca valientes como para emprender vuelos lejanos. Aprendí a amar los días de sol intensos, que derriten todo bajo sus dedos de verano. Aprendí a amar las primeras gotas de la lluvia de otoño, que anuncia con lágrimas frías la llegada inminente del invierno. Aprendí a caminar –aun con torpeza –por la nieve, con pisadas extrañas, lentas y torpes. Aprendí a correr veloz entre las flores de primavera. A buscar el agua y a temer el fuego como muerte y destrucción de todo el horizonte que conozco.
No sé en qué horizonte acabaré viviendo. Las partituras de la vida son tan rebuscadas como imprevistas. Quizá termine conociendo otro horizonte como conozco éste. Pero tengo la certeza –al menos pasajera –de que este horizonte torcido es mi horizonte. Tal vez por la seguridad de saberlo así, conocido. Tal vez porque esta paz que despierta en el alma solo es capaz de despertarla el horizonte al que llamamos hogar.
Israel Barranco