Los seres humanos tendemos a huir del dolor.
Más allá de un simple mecanismo de supervivencia, creo que
esto tiene que ver con nuestro orgullo. Queremos creernos invencibles,
inmortales, todopoderosos.
Y sin embargo el dolor está ahí, cual espada de Damocles,
pendiendo sobre nosotros para asaltarnos cuando tengamos la guardia baja.
El dolor es la expresión más profunda de nuestra humanidad.
Es lo que desata la empatía a borbotones. Por eso cuando vemos lágrimas se nos
viene abajo el enfado.
Qué curioso es llorar, ¿verdad? A nivel biológico, las
lágrimas cumplen la simple función de humedecer los globos oculares para que no
se dañen por la sequedad. No existe ninguna conexión entre el estado de ánimo y
la necesidad de limpiar los ojos. Cuando lloramos, lloramos porque queremos,
porque a nivel fisiológico es una acción innecesaria.
Y el nudo que se forma en la boca del estómago cuando vemos
llorar a alguien. Inmediatamente, hemos de reprimir las propias ganas del
llanto. Nos ponemos nerviosos, no sabemos qué hacer. Los humanos no somos
capaces de soportar el dolor en nuestros iguales.
A veces me abrumo. Hay días que paso tanto tiempo en
contacto con el dolor ajeno que, si no tengo cuidado, éste acaba por
engullirme.
Tengo mis trucos. He tenido que fabricarlos.
Uno de ellos es escapar mediante el deporte. Hago deporte
porque me gusta, es verdad. Pero una parte de mí hace deporte porque quizá mi
cabeza necesite un espacio en el que sepa que el dolor está, por completo,
controlado. Y que sirve para crecer.
Hacer deporte es doloroso si te exiges. Cuando intentas
levantar un montón de peso, y tus músculos no están acostumbrados, tu cuerpo se
resiente. Duelen los brazos de verdad. Se rompen las fibras musculares.
A mí me tranquiliza. Quizá cuando hago deporte me siento
como todos queremos sentirnos: inmortal e invulnerable. Es echarle un pulso (literalmente)
al dolor. Obligarte a aguantar un poquito más. A ejercer el dominio sobre la
sensación.
Y después cojo esto, y lo aplico al resto de mi vida.
Israel Barranco