Hoy vengo a hablarte del amor.
Y no. No del amor de pareja.
Vengo a hablarte de los otros amores, los marginados, los
que nadie entiende, los que nadie cuida.
Me refiero al amor de familia. Ese que solemos asociar con
“obligaciones”, y que “soportamos”, más que otra cosa. Joder, si vierais lo que
yo… Si hubierais comprobado que existen más formas de maltratar a un niño de
las que jamás pudierais imaginar, seríais conscientes de que el amor de un
padre y de una madre no es algo biológico, no. Es algo que se construye. Y al
diablo con el vínculo de apego y todos aquellos que sostienen que no es así. Si
vierais lo que yo, lo entenderíais.
Sabríais cómo mirar, para enfocar a través de las rutinas y
las costumbres, para descubrir el legado familiar, que es eso que se traspasa
de generación en generación hasta el infinito. Veríais lo bueno, y también lo
malo. Y quizá descubrierais, como quizá haya hecho yo, que al final, de tal
palo, tal astilla. Que todos llevamos el apellido en la sangre, y que por mucho
que a veces nos hartemos de nuestros padres, somos fieles reflejos de su juventud.
Quizá apreciaríamos el esfuerzo que han hecho para pagar la
universidad. Lo damos por hecho, pero hay muchos que se gastan los ahorros en otras
cosas, y los hijos al final acaban conduciendo el camión de reparto de la
frutería.
Quizá se convierta en una regla no establecida, pero al
final, cuando trabajamos más de uno, papá y mamá son los que siguen ahorrando
para hacer obras en el cuarto de baño, mientras los hijos ahorramos para irnos
de viaje o apuntarnos a un gimnasio. Los pequeños detalles son los que hablan,
desde el plano de lo material, de la construcción simbólica de la realidad
familiar. ¿Acaso hay algo más identitario para una familia que el hogar físico
donde viven?
¿Y el amor de hermanos? ¿Qué hay de eso? Las personas que
han crecido contigo, que han compartido todas las cosas importantes de tu vida.
Que siempre han estado ahí. Que han tenido que estar ahí.
Y de repente, llega un día en que hacerse adulto significa
renunciar a ese vínculo en el que se han volcado tantas cosas… ¿De verdad? ¿Estáis
dispuestos a renunciar a todo? La complicidad, las peleas en la hora de la
siesta, el robo sin piedad de chuches del ropero de mamá, la ropa compartida,
los cumpleaños, los abrazos que fuerzan las reconciliaciones…
¿Dónde quedó el niño? ¿Qué ha olvidado el adulto, que el
niño sí sabía? Crecer es, entonces, ¿renunciar?
Si mirarais como yo he aprendido a mirar, quizá decidierais reparar
vuestra escala de afectos. Ser adulto significa tener la capacidad de observar
la propia vida y organizarla sin confundir lo que es más importante con lo que
no lo es tanto. Y hacer opciones.
Amar es una opción. Cuidar una relación significa que nos
comprometemos a seguir manteniendo la fuerza, a tirar de la cuerda siempre.
Sobre todo en los momentos difíciles, en que no entendemos o no aprobamos el
comportamiento de la otra persona. Maldita sea, si amar fuera fácil, la gente
no tendría tantos problemas, ni los psicólogos tanto trabajo.
¿Y por qué es importante la familia? Porque ellos han sido
quienes nos han regalado el primer vínculo, la pieza original. El patrón del
que luego, con nuestras pequeñas modificaciones, hemos ido sacando los retazos
de tela para vestir las demás relaciones. Y si ni siquiera somos capaces de
cuidar eso, ¿somos acaso fiables? ¿Somos capaces de amar, de cuidar, de
sostener? ¿Qué es lo que vamos a ofrecer cuando decimos “te amo”? ¿Entrega,
hasta que lleguen las duras y las maduras, y nos vayamos?
Llega el momento de preguntarse: ¿cuánto vale para mí?
¿Estoy dispuesto a luchar otra vez?
Porque la vida es lucha, ya lo sabéis.
Si vierais lo que yo, quizá aun estaríais a tiempo de salvar
los restos del naufragio.
Que no es porque sí. Que es que nuestra felicidad va en
ello.
Ojalá lo vierais.
ibarranco