Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

El secreto de la felicidad

En ocasiones, la vida parece disponer la sucesión de hechos dolorosos en intervalos demasiado cortos de tiempo. Los golpes impactan, implacables, sobre nuestros sueños, nuestras esperanzas, reduciendo las seguridades a mero polvo que se escurre entre los dedos. La injusticia, el daño o la desesperación suelen rondar entonces los días y las noches. Aves rapaces que sobrevuelan en círculos la derrota, esperando la debilidad que les proporcione el festín.

No desesperes entonces. Has de mantenerte firme.

Conozco a muchos que se vieron vencidos por el peso del vuelo de semejantes pájaros. La amenaza de la sombra sobre cada instante fue demasiado para ellos. Enloquecieron. Cedieron a la pena y a la angustia.

No lo hagas. Has de mantenerte firme.

Nadie dijo que la vida fuera justa, ni sencilla. Vivir no es para débiles. Cuanto antes aprendas a convivir con el dolor, antes podrás dominarlo. Sé consciente de que, antes o después, vas a recibir un golpe. Aprieta los puños, y prepara tu mente para la batalla.
La vida juega sus cartas, de modo que nosotros carecemos de control sobre la partida. Creer que podemos controlar los acontecimientos sólo consigue arraigar la angustia, bien hondo, en la sangre. No. No tienes control. Asúmelo. Lo que sucede, sucede por alguna razón. O quizá no. Pero el orden en que se acontecen las heridas no te corresponde a ti decidirlo. Sucede y punto.

Y justo ahí reside el secreto de la felicidad. Controlar lo que es controlable. Lo que nos corresponde escoger a nosotros es nuestra reacción frente al golpe. Podemos elegir ser felices. La gente asume que los vaivenes de la vida son los que marcan el estado de felicidad o infelicidad. Falso. Lo externo solo se interioriza a través de un proceso de asimilación, y somos dueños de ese proceso. Podemos optar por convertir cada herida en una cicatriz sabia, o en una gangrena putrefacta. Somos dueños del proceso.

Por eso la felicidad no reside en el dinero, ni en lo material. Ni siquiera en los amigos, o en la familia. La felicidad es la elección que hacemos sobre la forma en que asumimos, procesamos o utilizamos cualquier elemento exterior. Cierto es que hay cosas que ayudan, que provocan alegría de forma casi automática: los buenos ratos con los amigos, la intimidad familiar, o unas vacaciones en el Caribe.
Pero eso no es felicidad. Es alegría. Y, ¿en qué se diferencian? En que la alegría es una emoción y, como tal, está condenada a una existencia intermitente… mientras que la felicidad es una opción. Y como tal, puede sostenerse en el tiempo todo lo que queramos. Toda la vida.

Ser feliz es aprender a usar el dolor en nuestro favor. Es no permitirnos comportarnos como personas tristes, egoístas o desesperanzadas. Es ejercer control sobre lo que podemos controlar. Y lo demás, dejarlo a la vida, o al azar, o a Dios. Cada uno sabrá.
La felicidad es una elección. Dura. Implica una tensión constante contra (y a favor) de uno mismo. Somos dueños de nuestras reacciones. Somos nosotros los que decidimos hasta dónde nos duele la herida, o hasta cuándo puede ésta permanecer abierta. Entonces, podremos ser felices con poco o con nada. Podremos ser felices a pesar de las dificultades. Porque el secreto de la felicidad no reside en tener una vida cómoda o llena de placeres. Qué va. Reside en convertir cada recodo del camino en una oportunidad para crecer, aprender y disfrutar.

Elegir,
y mantenerse firme en esa elección.


ibarranco

El umbral del dolor

Los seres humanos tendemos a huir del dolor.
Más allá de un simple mecanismo de supervivencia, creo que esto tiene que ver con nuestro orgullo. Queremos creernos invencibles, inmortales, todopoderosos.

Y sin embargo el dolor está ahí, cual espada de Damocles, pendiendo sobre nosotros para asaltarnos cuando tengamos la guardia baja.
El dolor es la expresión más profunda de nuestra humanidad. Es lo que desata la empatía a borbotones. Por eso cuando vemos lágrimas se nos viene abajo el enfado.
Qué curioso es llorar, ¿verdad? A nivel biológico, las lágrimas cumplen la simple función de humedecer los globos oculares para que no se dañen por la sequedad. No existe ninguna conexión entre el estado de ánimo y la necesidad de limpiar los ojos. Cuando lloramos, lloramos porque queremos, porque a nivel fisiológico es una acción innecesaria.

Y el nudo que se forma en la boca del estómago cuando vemos llorar a alguien. Inmediatamente, hemos de reprimir las propias ganas del llanto. Nos ponemos nerviosos, no sabemos qué hacer. Los humanos no somos capaces de soportar el dolor en nuestros iguales.
A veces me abrumo. Hay días que paso tanto tiempo en contacto con el dolor ajeno que, si no tengo cuidado, éste acaba por engullirme.


Tengo mis trucos. He tenido que fabricarlos.
Uno de ellos es escapar mediante el deporte. Hago deporte porque me gusta, es verdad. Pero una parte de mí hace deporte porque quizá mi cabeza necesite un espacio en el que sepa que el dolor está, por completo, controlado. Y que sirve para crecer.

Hacer deporte es doloroso si te exiges. Cuando intentas levantar un montón de peso, y tus músculos no están acostumbrados, tu cuerpo se resiente. Duelen los brazos de verdad. Se rompen las fibras musculares.
A mí me tranquiliza. Quizá cuando hago deporte me siento como todos queremos sentirnos: inmortal e invulnerable. Es echarle un pulso (literalmente) al dolor. Obligarte a aguantar un poquito más. A ejercer el dominio sobre la sensación.

Y después cojo esto, y lo aplico al resto de mi vida.

Israel Barranco

La lluvia

La lluvia siempre tuvo ese poder. Siempre supo aplacar los infiernos desatados.
La lluvia trae consigo esa luz apagada, fría. Las ventanas mojadas siempre fueron excusa para la melancolía y la regresión. Quedarnos en la cama un poco más, arropados hasta los ojos. Bendita ilusión: calientes y acurrucados, somos capaces de hallarnos de nuevo en el útero materno.
La lluvia siempre supo desatar las tristezas, adormiladas, que aún se agarran al estómago con dedos de fino hielo. Siempre trajo el rumor de las gotas golpeando todo lo que no fuimos capaces de resguardar.

La lluvia siempre supo enseñarnos a apreciar las cosas pequeñas. El café caliente. El resguardo. La luz.
Siempre viene, inevitable, a mojar el suelo. Y a tejernos el alma con puntadas de hilo fino, que pliegan la soberbia y la autosuficiencia.
Cuando llueve, todos queremos dormir un poco más.

Parece la única forma de mantenernos a salvo del resto del mundo.

ibarranco

El valle de los caídos

Hay gente que está rota.

Que son imposibles de reparar. Gente a la que la vida ha vapuleado de tal forma que las heridas son imposibles de cerrar. Gente con la autoestima por el suelo, enterrada bajo tierra. Gente que se repite a sí misma “no puedes, no sirves, no te mereces, no eres capaz”.
Gente que se cuelga, a la desesperada, de los brazos del alcohol o las drogas. Callejones sin salida que solo saben llevar al mar.

A veces me siento a verlos pasar por la vida, como quien se sienta en una estación de metro a ver pasar los viejos trenes. Los contemplo arrastrar los pies por las aceras, encorvados de espalda y raquíticos de sueños y esperanza.
A veces se me olvida la lógica y lo que ya sé, y me acerco. Me dejo arribar en sus orillas, infectadas de problemas. Me descalzo y me siento un rato, a tomar un café, o a acercarlo en el coche un par de calles. Escucho.

Y se desbordan. La vida los desbordó, y en algún momento, dejaron de luchar por intentar reconstruir el dique. Ese fue el error. Abandonar. Es el patrón que siempre existe, anclado al fondo del tugurio, enterrado en la capa más antigua de la cicatriz.

A veces intento meter mano al asunto. Ofrezco todas las luces que tengo, y las fuerzas. Me siento a hablar, a sabiendas de que ya ni siquiera escuchan. Dejaron de escuchar a todos, a sí mismos. Fantasmas sordos al ruido de sus propias cadenas.

Y confirmo que no es suficiente. Ya nada es suficiente para cambiar ese perfecto equilibrio de autodestrucción. Las fuerzas que entran en juego están demasiado enraizadas, son demasiado viejas.
Y entonces vuelvo, apenado, a mi sitio de siempre. Observo.

Y en silencio espero,
como todos,
un milagro.


ibarranco
Había una vez un barquero, cuyo trabajo era recorrer el río desde su nacimiento hasta la desembocadura buscando piedras blancas.

Aquella mañana, se levantó muy temprano, como de costumbre, y se abrigó bien. Comenzó a navegar justo cuando despuntaban los primeros rayos de sol.
Se pasó las primeras horas de la mañana escrudiñando el agua, como de costumbre. Ahí, justo al lado de la ribera, vio la primera piedra. Sin embargo, estaba muy lejos. La corriente tiraba de la barca en dirección a la otra orilla, y el barquero se dio cuenta de que remar contra corriente iba a ser un esfuerzo inútil. Ya encontraría otra piedra.

La siguiente piedra blanca estaba atrapada entre las ramas de un árbol que crecía justo en medio del río. “¡Qué curioso!”, se dijo. No era normal que un árbol creciese justo en medio de un río. El barquero se entretuvo admirándolo, y cuando quiso darse cuenta, había pasado de largo frente a la segunda piedra.
La tercera relucía, coronando una pequeña montaña de guijarros, en un recodo del río. Era preciosa, y muy grande. “Pagarán bien por ella”, se dijo el barquero. Acercó su barca a la montaña, e intentó alcanzarla con la mano. Sin embargo, estaba muy alta. Pensó en servirse de uno de los remos, pero temía perder el equilibrio en la barca, y era probable que la corriente acabara arrastrándolo río abajo, así que decidió esperar. Y así pasó con todas las piedras blancas que halló: una estaba en el nido de un pato, otra parecía muy vieja y sucia, la siguiente estaba en una parte muy profunda del río…

Y el barquero llegó al final, sin ninguna piedra. Y ya, demasiado tarde, se dio cuenta de que se había dejado arrastrar por la corriente.
Ojalá en nuestra vida no pase lo mismo que en la vida del barquero. Ojalá sepamos remar hasta donde haga falta con tal de conseguir nuestras piedras blancas.

Quien se deja llevar por las circunstancias y no organiza todas sus acciones para conseguir lo que se propone, acabará desembocando al mar con las manos vacías.


Israel Barranco

Amor

Hoy vengo a hablarte del amor.

Y no. No del amor de pareja.
Vengo a hablarte de los otros amores, los marginados, los que nadie entiende, los que nadie cuida.
Me refiero al amor de familia. Ese que solemos asociar con “obligaciones”, y que “soportamos”, más que otra cosa. Joder, si vierais lo que yo… Si hubierais comprobado que existen más formas de maltratar a un niño de las que jamás pudierais imaginar, seríais conscientes de que el amor de un padre y de una madre no es algo biológico, no. Es algo que se construye. Y al diablo con el vínculo de apego y todos aquellos que sostienen que no es así. Si vierais lo que yo, lo entenderíais.

Sabríais cómo mirar, para enfocar a través de las rutinas y las costumbres, para descubrir el legado familiar, que es eso que se traspasa de generación en generación hasta el infinito. Veríais lo bueno, y también lo malo. Y quizá descubrierais, como quizá haya hecho yo, que al final, de tal palo, tal astilla. Que todos llevamos el apellido en la sangre, y que por mucho que a veces nos hartemos de nuestros padres, somos fieles reflejos de su juventud.

Quizá apreciaríamos el esfuerzo que han hecho para pagar la universidad. Lo damos por hecho, pero hay muchos que se gastan los ahorros en otras cosas, y los hijos al final acaban conduciendo el camión de reparto de la frutería.
Quizá se convierta en una regla no establecida, pero al final, cuando trabajamos más de uno, papá y mamá son los que siguen ahorrando para hacer obras en el cuarto de baño, mientras los hijos ahorramos para irnos de viaje o apuntarnos a un gimnasio. Los pequeños detalles son los que hablan, desde el plano de lo material, de la construcción simbólica de la realidad familiar. ¿Acaso hay algo más identitario para una familia que el hogar físico donde viven?

¿Y el amor de hermanos? ¿Qué hay de eso? Las personas que han crecido contigo, que han compartido todas las cosas importantes de tu vida. Que siempre han estado ahí. Que han tenido que estar ahí.
Y de repente, llega un día en que hacerse adulto significa renunciar a ese vínculo en el que se han volcado tantas cosas… ¿De verdad? ¿Estáis dispuestos a renunciar a todo? La complicidad, las peleas en la hora de la siesta, el robo sin piedad de chuches del ropero de mamá, la ropa compartida, los cumpleaños, los abrazos que fuerzan las reconciliaciones…
¿Dónde quedó el niño? ¿Qué ha olvidado el adulto, que el niño sí sabía? Crecer es, entonces, ¿renunciar?
Si mirarais como yo he aprendido a mirar, quizá decidierais reparar vuestra escala de afectos. Ser adulto significa tener la capacidad de observar la propia vida y organizarla sin confundir lo que es más importante con lo que no lo es tanto. Y hacer opciones.

Amar es una opción. Cuidar una relación significa que nos comprometemos a seguir manteniendo la fuerza, a tirar de la cuerda siempre. Sobre todo en los momentos difíciles, en que no entendemos o no aprobamos el comportamiento de la otra persona. Maldita sea, si amar fuera fácil, la gente no tendría tantos problemas, ni los psicólogos tanto trabajo.

¿Y por qué es importante la familia? Porque ellos han sido quienes nos han regalado el primer vínculo, la pieza original. El patrón del que luego, con nuestras pequeñas modificaciones, hemos ido sacando los retazos de tela para vestir las demás relaciones. Y si ni siquiera somos capaces de cuidar eso, ¿somos acaso fiables? ¿Somos capaces de amar, de cuidar, de sostener? ¿Qué es lo que vamos a ofrecer cuando decimos “te amo”? ¿Entrega, hasta que lleguen las duras y las maduras, y nos vayamos?

Llega el momento de preguntarse: ¿cuánto vale para mí? ¿Estoy dispuesto a luchar otra vez?
Porque la vida es lucha, ya lo sabéis.
Si vierais lo que yo, quizá aun estaríais a tiempo de salvar los restos del naufragio.
Que no es porque sí. Que es que nuestra felicidad va en ello.
Ojalá lo vierais.

ibarranco

Cerveza y Fin

Como dijo una buena amiga, los finales están muy mal valorados. La palabra “fin” es injustamente odiada y despreciada en nuestra sociedad, decía ella, mientras yo bebía tragos y más tragos de cerveza.
Y la escuchaba exponer sus heridas, y me reconocía en muchas de ellas. La escuchaba destapar sufrimientos, como lo hace ella, con cuidado. Bromeando, para rebajar un poco el nivel de amargura.
Y es que somos puñeteros para todo. “Jodíos humanos”, pensarán los perros. Lo complicamos todo. Bendita inconsciencia, bendita supremacía de los instintos sobre la capacidad de racionalizar.

Racionalizar es morir. Es la gran segunda enseñanza de la noche.
Intentar racionalizar lo que no es razonable. “Es que no lo entiendo”. Ya, pero a veces no pueden comprenderse las cosas. “El lenguaje del corazón”, diría Paulo Coelho. Y un cuerno. Malditas situaciones irracionales. Malditas personas sin lógica ni capacidad. Malditos nosotros, cuando nos vemos arrastrados a una situación de esas, con una persona de esas. Entonces no entendemos las reglas del juego, y nos queremos morir. Peces asustados fuera del agua.

Maldita incapacidad para soltar, y decir “hasta aquí hemos llegado”.
Malditas ilusiones, que nos ataron estrechamente a futuros que no existen. Que no existieron jamás. Que fueron resultado de maquinaciones de nuestro cerebro.
Pobres incautos, los humanos.

Y a veces, todo el dolor, todo el malhumor, todas las frustraciones y la ira irracional se aglutinan en la boca del estómago.
Y se precipita el momento en que, henchidos de hartura y orgullo (tardío, el cabrón. ¿Dónde estabas?) nos ponemos en pie, damos un golpe y derramamos la cerveza.
Y gritamos “¡Hasta aquí hemos llegado!”. Y todo el bar se detiene, incrédulo, a mirar la escena.
Ojalá lo hubiéramos hecho.

En vez de eso, nos reímos, y pedimos más cerveza, decimos “Fin”, en bajito.
Como si nos diera vergüenza.
Como si poner “fin” fuera algo indigno,
de lo que avergonzarse.


ibarranco

Ciclos. Verano.

La sangre palpita, furiosa, bajo la piel. Ritmo constante, sórdido.

Las cigarras cantan para mí, escondidas tras sus propios temores. Como yo mismo, a veces.
Resbala sudor por mi frente,
y me gotea hasta el centro de los ojos. La espalda que arde, asándose al ritmo lento del fuego que se sostiene en el aire.

No queda frescor: se ha evaporado. Ni agua, ni brotes verdes.


Verano atenaza la garganta con el sabor del polvo seco que se levanta a cada pisada. Verano es el retumbar sordo del volcán en la nuca, en las piernas. Brazos ennegrecidos. Y sed.
Verano es tierra arrasada de fuego. Tierra que ansía agua. Se resecan hasta las raíces mismas de los árboles. Y sin embargo, frutecen.

Verano es ausencia de agua en la abrasadora mañana. No hay humedad, en ningún lado. Sólo en la ofrenda entregada en cada rama, en cada mata.
La vida misma que es regalo, a pesar de los fuegos pesados de Verano.

ibarranco

Tienes tarántulas en las pestañas.
Huracanes sombreados que coronan tus miradas.
Tienes raídos pedazos de cielo encerrados en los ojos. Malditas ventanas abiertas al abismo.
Precipicios que se abren, desde el fondo mismo de la Tierra,
cuando aleteas, desapasionada, las pestañas.
Bendita crueldad con que me juegas.

Tienes tarántulas en las pestañas.
Negras, frondosas, estiradas.
Ansiosas por atrapar. Impregnadas con tus venenos.
Y lo peor es que lo sabes: conoces el encanto de tus patas de araña.

Utilizas la hermosura, endiablada maestra del encanto.
Abres cada día las entrañas del infierno, maldita,
cuando te me cruzas y me miras.
Y me rajas el tiempo y el espacio sin esfuerzo.
Y ya ningún cielo ni abismo me interesan:
no existe nada
más allá de tus arañas.



Israel Barranco

Ciclos. Primavera

Restos de nubes penden aún de la hierba fresca. Esta noche, el cielo ha bajado  a ras de la tierra fértil y nueva. Los surcos, abiertos como heridas palpitantes de la misma naturaleza.
Las semillas se retuercen, impacientes. Ávidas de vida. La siembra espera. Tiempos de primavera.
Hojas nuevas, brotes tiernos en las puntas de ramas viejas. Signo mismo del ciclo: La vida es un constante renovarse.

Eróticas flores que se abren. Plenas. Que prometen néctar y miel a las abejas laboriosas. Primavera es rayos de sol descosidos, esparcidos por los campos sin orden alguno. Es salvaje crecimiento: tiempo de brotes.  Primavera es aire plagado de zumbidos. Es canto repetitivo y agudo de cien picos de pájaro. Es musgo verde que cubre la madera muerta y podrida.

                                    A lo lejos, lo oigo. El río corre de nuevo. Salta, empuja y avasalla el lecho que tanto tiempo yació seco y vacío. Música hecha agua, promesa de un verano cargado de frutos.
Ya vendrá el calor que hará buscar la sombra. Ya vendrá el frío que acompaña el fin de la vida, en el eterno ciclo.

Ya vendrá.
Ahora es tiempo de nacer. Explotar. Florecer.


Y llenar el aire de sueños nuevos. Y de nuevos ritmos de espera.

Alzar la cabeza hacia el cielo limpio de nubes y miedo.
Los pies plantados sobre la hierba fresca.
Hoy soy más fuerte.

No es la certeza de la invulnerabilidad en mi piel.
No.
Son más bien las cicatrices de mi espalda.
Restos de heridas que aprendí a curar.

Ahora sonrío: me retumba el corazón en el pecho.
Miles de notas se arremolinan en mi cabeza.
Música, en el fondo de mis ojos.
Más allá de la piel, más hondo que el hueso y la carne.

Hoy soy más fuerte.
Lo afirman los callos en mis manos.
Las rozaduras de mis pies.
Lo dicen las arrugas de mis ojos,
la curva de cansancio de mi boca.

Ahora brillo.
Incandescente, como una estrella caída del cielo.
Con la seguridad de un amanecer despejado.

Soy frágil humano.
Pero tengo la fuerza indestructible de la fe en el corazón,
y la sabiduría de las trampas de la vida cosida en cada una de mis cicatrices.

ibarranco
Después de un tiempo de espera, ¡por fin han terminado de editar "Los tres días de Duende"!
Me he emocionado al ver la portada jejejeje
Aquí os dejo tres enlaces en los que podéis adquirir el relato. Que lo disfrutéis.


Ahora no es tiempo de promesas. Ni de alegría.
Corren tiempos difíciles.

Es tiempo de resistencia. Como la flor del almendro. Es ella la que se atreve a anunciar la esperanza de la primavera en la crudeza más absoluta del invierno.
Arriesgándose a helarse, a no dar fruto. Y aún así, florece. Rebelde. La muerte no nos tiene.
Nos perdió para siempre cuando aprendimos a agarrar la esperanza entre los puños apretados.

Hoy, más que nunca, la vida es un acto de resistencia y de re-existencia. Como nos cuentan las flores.

Israel Barranco

Amanece.

Me tomo el café. Hoy lo cargaré más de lo normal.
Los lunes siempre se agarran al tiempo más que el resto de días de la semana.
 La casa respira sueño. Es temprano
Las puertas aún están quietas: los fantasmas que las golpean ayer no vinieron a cenar.
 Vaqueros.                                                                                                               Como siempre.
 Remoloneo un poco más.
Qué placer tan sencillo y barato.                                     Remoloneo.                                      Remoloneo.
Hoy hace frío. Me abrigo bien antes de salir. 
Con el cuerpo cálido siempre se piensa mejor.

Incluso en las mañanas quejumbrosas del invierno.
Como la de hoy.

Viejos barcos vienen a encallarse en orillas ya conocidas. Conozco estas brumas. Ya las palpé una vez. Conozco el blanco que las espesa, como si fueran mezclas de harina en el frío aire de la tarde.

Ya he vivido el estruendo de la madera al romperse. Cáscaras frágiles que osaron desafiar al mar. Conozco ya los gritos de los marineros. Angustia que les roba la dignidad con que abandonaron sus puertos. Ya sé de sus secretos, de sus aventuras. Sé de sus vidas: las tengo entre mis dedos.

Conozco la sal que disuelve mis protuberancias de continente: Firme constancia entre el oleaje traicionero. Conozco la historia, la viví cientos de veces.

Al final, el arrullo de las sirenas será lo único que vibre en la noche. Música sostenida sobre el hálito del fracaso, aún reciente y cálido.

Y la quietud volverá al tiempo y al espacio. Hasta que algún viejo barco venga a estrellarse de nuevo a estas orillas solitarias. Entonces, la madera y la carne volverán a contar la historia. Nuestra historia.

Israel Barranco

Ciclos. Invierno


Ha llegado. Creo que para quedarse. Invierno ha traído consigo toda su calma. Fría calma. Impávida, la vida.
Esta noche el aliento se me escapa en vapóreas vocales mudas. Paraísos desolados a mis pies. No hay nieve. No la necesito para saber que todo está frío. Congelas los alientos y los sollozos, Invierno.
La luna escruta, distante. Se muestra llena ante aquel valle vacío de vida. Abrasada hasta la última flor: ya no es tiempo de promesas frágiles.
Sólo montañas oscuras recortadas contra el cielo. Frío en los pulmones. Frío arraigado en mi vientre. Las manos agrietadas. Demasiado frío para la piel cálida.
A lo lejos, escucho el ladrido de los zorros. Han salido a cazar.
Has traído contigo todos los tonos de la agonía, Invierno.
Te estás construyendo un palacio de hojas escarchadas y carámbanos afilados en lo que antes era mi hogar. Has traído hasta la última costra de silencio.

Invierno, tu calma ha abrasado mi casa.

Israel Barranco