Había una vez un barquero, cuyo trabajo era recorrer el río
desde su nacimiento hasta la desembocadura buscando piedras blancas.
Aquella mañana, se levantó muy temprano, como de costumbre,
y se abrigó bien. Comenzó a navegar justo cuando despuntaban los primeros rayos
de sol.
Se pasó las primeras horas de la mañana escrudiñando el
agua, como de costumbre. Ahí, justo al lado de la ribera, vio la primera
piedra. Sin embargo, estaba muy lejos. La corriente tiraba de la barca en
dirección a la otra orilla, y el barquero se dio cuenta de que remar contra
corriente iba a ser un esfuerzo inútil. Ya encontraría otra piedra.
La siguiente piedra blanca estaba atrapada entre las ramas
de un árbol que crecía justo en medio del río. “¡Qué curioso!”, se dijo. No era
normal que un árbol creciese justo en medio de un río. El barquero se entretuvo
admirándolo, y cuando quiso darse cuenta, había pasado de largo frente a la
segunda piedra.
La tercera relucía, coronando una pequeña montaña de
guijarros, en un recodo del río. Era preciosa, y muy grande. “Pagarán bien por
ella”, se dijo el barquero. Acercó su barca a la montaña, e intentó alcanzarla
con la mano. Sin embargo, estaba muy alta. Pensó en servirse de uno de los
remos, pero temía perder el equilibrio en la barca, y era probable que la
corriente acabara arrastrándolo río abajo, así que decidió esperar. Y así pasó
con todas las piedras blancas que halló: una estaba en el nido de un pato, otra
parecía muy vieja y sucia, la siguiente estaba en una parte muy profunda del
río…
Y el barquero llegó al final, sin ninguna piedra. Y ya,
demasiado tarde, se dio cuenta de que se había dejado arrastrar por la
corriente.
Ojalá en nuestra vida no pase lo mismo que en la vida del
barquero. Ojalá sepamos remar hasta donde haga falta con tal de conseguir
nuestras piedras blancas.
Quien se deja llevar por las circunstancias y no organiza
todas sus acciones para conseguir lo que se propone, acabará desembocando al
mar con las manos vacías.
Israel Barranco
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