Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
El espectáculo debe continuar. El escenario, vacío, iluminado por focos de una luz tan blanca que parecía bajar del mismo cielo. Esperaba. Y el público contenía la respiración. Todo el enorme palco aguardaba, ansioso.

Tras las cortinas estaba él. Cerró los ojos y contó hasta tres. Estaba temblando.
En los ensayos había tropezado tantas veces… Necesitaba bailar más, practicar mucho más los pasos, concienciarse… Pero no tenía tiempo. Todos lo estaban esperando.
Deseaba, con todas sus fuerzas, salir corriendo de allí, tan rápido como sus piernas le permitiesen. Correr, lejos de todo. Del miedo, de la atenta mirada del mundo, de todas las expectativas… Y sabía que no debía hacerlo. Se había jurado que no volvería a huir de nada. Había sufrido demasiadas veces el dolor de la pérdida. Y no estaba dispuesto a volver a sufrir, a tener que empezar de cero, en cualquier otro callejón harapiento.

Quería bailar.
Y eso, justamente, fue lo que hizo. Subió los peldaños que lo separaban del escenario de uno en uno, sintiendo la madera pulida y caliente bajo sus pies. Despacio. A su ritmo. Despacio…
Los focos lo deslumbraron, pero no le importó. Todo dejó de ser importante. Todo menos la música. Y las manos. Y los pies. El corazón bombeó sangre, y esfuerzo, y dolor. Y el chico bailó con rabia, con desesperación. Los ojos no veían nada. Notaba húmedas las mejillas a causa de sus lágrimas, pero no era consciente de ello. Ni de las gotas de sudor que le corrían por la frente, ni de la tensión que apretaba todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Solo importaba la música. Poco a poco se fue entregando, soltándose. Se permitió volver a sentir. A disfrutar. No sonreía, estaba demasiado concentrado. Pero sus ojos, aquellos enormes ojos castaños, brillaban. Brillaban con tanta fuerza que costaba mirarlos sin parpadear.

Y al terminar, apenas hizo caso de la ovación del público. Incluso se pusieron de pie para aplaudir. Hizo la reverencia ensayada de forma casi automática, sin ser consciente de que le aplaudían a él. Porque en realidad, no le importaba. No había bailado para ellos, ni por el dinero que habían pagado en la puerta del viejo teatro. Había bailado para él. Porque se prometió no abandonar. Y porque era consciente de que, ante todo, el espectáculo debía continuar.
 Israel Barranco

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