Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
No nos enseñan a morir. No nos enseñan a despedirnos de los que se mueren. Siempre ha sido un tema tabú, una consecuencia inexorable de ese “carpe diem” vacío y sintético que se nos vende constantemente en esta sociedad capitalista en que vivimos.
La muerte es lo único que llevamos bajo el brazo cuando nacemos. Sabemos que tenemos fecha de caducidad, y sin embargo, nos empeñamos en cerrar los ojos con fuerza, y repetirnos a nosotros mismos que somos inmortales. Se lo decimos a nuestros padres, para que no se preocupen si enferman. Se lo decimos a nuestros hijos, para no tener que explicarles lo que significa “morir”.
Sin embargo, es la muerte lo que dota de sentido la existencia. La conciencia de muerte lleva inherente la conciencia de vida. En el momento en que se entiende la muerte como algo tangible, posible e inesperado, se llena de contenido la vida. Empezamos a preocuparnos por dónde gastamos nuestro tiempo, con quién lo hacemos y de qué forma. Empezamos a hacer las cosas que verdaderamente queremos hacer. Empezamos a tomar consciencia de quiénes somos y de quiénes queremos ser realmente.
La sociedad empuja con fuerza al consumismo voraz. Consumimos ropa, comida, artículos de belleza y cosas para el salón de casa. Compramos compulsivamente medicamentos, y llenamos el botiquín de Paracetamol y de Ibuprofeno, para cuando nos duela el cuerpo. Consumimos relaciones sexuales y relaciones afectivas. Consumimos viajes, sueños y puestos de trabajo. Y sin embargo… ¿Qué queda? Vacío. Todas esas cosas están dirigidas a producirnos placer inmediato, a mitigar un poco ese sentimiento que pellizca la boca del estómago y nos hace preguntarnos cosas. Y nos hace buscar respuestas.

Al negar la muerte, negamos una forma de vida. De vivir la vida llenándola de vida. Como se merece.
Israel Barranco

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