A cada uno de nosotros se nos asignó, al nacer, una parcela
del mundo. Es un trozo de huerto no delimitado, sin señalizaciones ni lindes
colindantes.
En lo hondo del alma poseemos una caja de herramientas
necesarias para mantener vivo ese huerto.
Así de sencilla y compleja es la vida.
Tratar de ir desenterrando de lo profundo del corazón todos
los útiles de jardinero.
Siempre hay personas que no comprenden las reglas del juego,
y se dedican a tratar de colonizar jardines ajenos, y descuidan el propio. Pretenden
adueñarse de todas las parcelas del mundo, para entronizarse sobre calabacines
y pimientos y contemplar, satisfechos, su propio imperio del sol.
Pero no funciona así, qué va… El juego es en equipo. Cada
uno cultiva su parte, y ha de confiar ciegamente en que todos cultivan el
jardín. Si esta fe se pierde, uno se cansa. Piensa que el mundo es demasiado
grande, que hay demasiadas parcelas, y que su capacidad como jardinero no da
para tanto.
He de advertir, honradamente, que este trabajo –como
cualquier trabajo del mundo –desgasta bastante. Sí, hay ilusos que pretenden
vivir entre flores y mariposas, dejando a la flora desarrollarse por sí sola.
Mas cuando llega el invierno, las plantas mueren. Hay que arraigar bien cada
planta, para que sobreviva a la exposición a los elementos.
Los ciclos son otra regla del juego. El mundo es cíclico. El
agua llueve, empapa la tierra y vuelve al cielo, en un ritmo constante de
acción de gracias. Las semillas mueren para hacer brotar árboles poderosos, que
algún día morirán igualmente, dejando tras de sí millones de nuevas semillas.
Proyectos de árbol que crecerán algún día –si existe algún jardinero que las
cultive. La muerte sólo encuentra el sentido más pleno en la vida que se vive
en lo pequeño.
Y la última regla es el amor. La dedicación absoluta del
corazón a la tarea. Cuidar la parcela del mundo, sin perder de vista que dicho
trabajo es imprescindible en el plan global del Reino de Dios. Aprender a
compartir las herramientas con el vecino. Perdonar al sol y a la nieve cuando
queman los brotes tiernos que nos ha costado tanto esfuerzo hacer crecer.
Asumir que, desenterrar cada herramienta del alma supone regalar ese trozo de
uno mismo al universo. Lo que se entrega, nunca vuelve a pertenecer a uno
mismo. Sin embargo, el Amor se encarga de organizar el mundo para que cada
jardinero encuentre en su tierra pedazos de espíritu que sanen el alma gastada.
Y cuando uno muere, pasa a formar parte del jardín para
siempre. Está en cada planta que cultivó. En cada sombra fresca del árbol que ayudó
a crecer. Y ese legado pasa, enriquecido o desolado, al siguiente jardinero al
que se le asigne aquel trozo de jardín.
Así de sencilla y compleja es la vida…
Israel Barranco
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