Eran jóvenes, pero habían vivido deprisa. Adolescentes
tardíos, o ancianos prematuros, quién sabe.
-Abrázame –dijo ella.
Y él, como tantas otras veces, la abrazó sin rechistar. Ella
enterró la cara en el pecho y le olió el corazón.
Él apretó más fuerte. Ella era pequeña, y intentaba rodear
con sus brazos la espalda -y no conseguía nunca abarcarlo entero-. Ella era
seguridad. Era olor a jabón, risas y mordiscos.
Ella era –él lo sabía bien –lo más parecido a un hogar que
conocía.
Vivían en mundos distintos, con ideas distintas, con vidas
distintas.
Pero del corazón hacia adentro, ambos habían colocado un
felpudo en el suelo en el que ponía: “Bienvenido a casa”. Y ahí era donde
vivían todo el tiempo que podían.
iBarranco
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