Uno de los cuentos que nos
hacen creer desde que somos pequeños es que tenemos el poder de conseguirlo
todo. Que todo depende de nosotros, que con esfuerzo podemos llegar adonde
queramos. Que no hay nada que no podamos tener.
Y todo es falso. Es falso porque
hay demasiadas cosas que no podemos controlar, demasiados factores que no
penden de nuestra voluntad, o que se mueven por inercia propia (movimiento que
no siempre coincide con el de nuestro carácter).
Ahí llega la depresión, la
tristeza. Porque, tarde o temprano, todos acabamos por darnos cuenta. Los niños
crecen, y se terminan los finales idílicos, la sensación de invulnerabilidad
desaparece.
Hay quien se resigna, baja
la cabeza y se deja arrastrar por la corriente. Hay quien se aparta del mundo, quien
se estrella al negarse a asumir su fracaso. Quizá los jóvenes seamos más
propensos a estrellarnos, y a medida que nos vamos haciendo mayores, vamos
agotando la batería, y comenzamos a renquear. A dejar de luchar batallas
perdidas.
Supongo que el secreto está
en aprender a aceptar. No a resignarse ante todo. Pero sí a aceptarlo. Aceptar
que a veces, pones todo tu esfuerzo, todo tu trabajo, y resulta que es
insuficiente. Aceptar que no somos dioses, ni titanes. Que tenemos fuerzas
limitadas, que nos equivocamos. Aceptar que a veces no somos suficientes. Que a
veces nada de lo que tenemos es suficiente. Que no somos tan únicos, ni tan
especiales. Que en el mundo de verdad nuestra cara es una más entre la
multitud.
Aceptar que hay dentro de
nosotros cosas que no siempre funcionan bien. Que no somos perfectos, que a
veces podemos ser malvados o egoístas. Que tenemos que aprender a dormir con
decisiones equivocadas en la almohada, y que otras decisiones pueden dolernos
toda la vida. Que no somos santos, ni somos los protagonistas de la película.
Ni los más guapos, ni los más graciosos, ni los más simpáticos. Que a veces
caemos mal a la gente. Que tenemos el culo gordo, o las orejas de soplillo.
Aceptar debe ser el primer
ejercicio que se ponga en práctica cada mañana. Creo que ésta es la única forma
de sobrevivir. Si no, la vida se transforma en una cosa horrible, en la que
apenas tenemos tiempo de recuperarnos de un fracaso, cuando ya tenemos otro
problema delante.
Y así hay gente que se va
hundiendo en un agujero oscuro. Gente que se vuelve tan sombría que es capaz de
robar la luz de un día claro. Gente que transforma las aventuras en ataques de
pánico, y las relaciones con los demás en una sucesión de odios y lágrimas que
no tiene sentido ninguno.
Y yo no quiero ser como
ellos. Por eso me empeño en aceptar. Me prohíbo que los fracasos me arruinen
las semanas, y que los NO me hagan sentirme insuficiente y pequeño como
persona. Esta postura puede parecer la más sana y fácil de asumir del mundo,
pero la verdad que es que supone un esfuerzo terrible. Consiste un pulso
constante contra las propias emociones.
Pero, y si no ¿qué nos
queda? Nuestra reacción ante las situaciones es lo único que nos pertenece por
completo, que es enteramente nuestro. Podemos arrastrar los fracasos como
pesadas cadenas, o utilizarlos para analizarnos por dentro y crecer. Lo externo
no nos pertenece: pertenece al mundo. Al mercado, a la nota media, a los gustos
de otros, al IVA y a las entrevistas de trabajo.
Lo que es nuestro, lo que no
puede trastear nadie más, es lo que sucede dentro de nuestro corazón. Y sobre
ello sí que podemos ejercer control.
La felicidad consiste en controlar
lo que es controlable. Y dejar el resto para que la vida lo desenrede como
quiera. Y, sea lo que sea, aprender a aceptarlo con una sonrisa.
iBarranco