Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

El hombre de la tormenta en las costillas


A veces nace un hombre con una tormenta cosida a sí.
Trae los nubarrones anudados fuertemente en algún lugar cercano a la tercera costilla de Adán. O a la sexta, no sé muy bien.
Es como un órgano más, que late con su propio ritmo, y en ocasiones hace hervir la sangre como el agua de un puchero. Pobres condenados, estos hombres. Viven como si controlaran la tormenta que acarrean en las costillas… Ilusión banal de autocontrol y suficiencia.
Pues es la tormenta la que los controla a ellos.
A veces estalla, la muy puta, cuando ni se la oye venir siquiera. Ruge, retuerce, estripa y emponzoña las costillas, la sangre y hasta las manos.
La cabeza se ve embotada, y el corazón también, y el hombre se ve condenado a navegar a la deriva durante el tiempo que dicte la tormenta. Niña caprichosa que respira temblores de miedo y sudor. Indómita, reina de las calamidades. Insaciable, trata de destruir lo que toca. Así funcionan las tormentas.
El hombre a la deriva ha de esperar a que pase. Aguantar el tirón, aferrarse a cualesquiera que sean los maderos que continúen a flote, y dejarla hacer. Aceptar la impotencia humana ante la tormenta. Y resistir el empellón del agua, la negrura sobre el horizonte y la destrucción de los cultivos.

Luego, cuando llega el tiempo en que debe suceder, la tormenta amaina. Y el hombre puede reconstruir lo derribado, calmar  el sollozo de las plantas y prometer –y prometerse- un futuro sin tormentas, ni tapias derruidas.
Pero ése es el tiempo de gesta.
Cuando culmine el ciclo, la tormenta volverá a ennegrecer todo el cielo, a llover y a tronar, despiadada. Volverá a deshacer lo sembrado y a destruirlo todo –menos los muros más resistentes. El hombre lo sabe. La espera. La (pre)siente. Arraigada dentro, y amamantada por la tercera costilla. O por la sexta, no sé muy bien.


Israel Barranco