Estamos atados al mundo. Enraizados en la Tierra, de forma
que las hebras de nuestra alma se entretejen con el sustrato, y nos sujetan.
Firmes.
Cuando la vida nos zarandea, cuando somos presa de oleajes
traicioneros. Cuando caemos, cuando zozobramos. Cuando perdemos la fuerza.
Cuando sentimos la jaula circundando nuestros pasos. Cuando nos desgarramos.
Cuando morimos un poco. O demasiado.
Cuando volcamos, cuando nos derruimos. Cuando nos
destrozamos. Cuando nos deshacemos. Cuando ardemos. Cuando nos derramamos.
Uno puede buscar la sujeción en ese delicado tejido que nos une
a la tierra. Pero, ah… El dolor nos despista. Nos arrasa, con demasiada
facilidad. Demasiada fragilidad, la humana. Y no sabemos. Nos enredamos, nos descubrimos
corriendo en vueltas cerradas sobre sí mismas. Oliendo la misma muerte que las
carroñeras sobre un cadáver. Solidificamos, helando la carne y el hálito.
Olvidando la vida, el sol y la luz. Olvidamos el aire. Y la música. Y la paz.
Tornamos en estatuas de sal, siempre mirando hacia atrás. Viejos zorros que no
renuncian a su pata aprisionada.
Y uno ha de volver. Regresar. Renacer.
A veces, ha de buscar el extremo de su raíz. Ese contacto
que perdió. O que le fue arrebatado.
A veces, hay que forzar el sentir. El querer. Y volver.
Correr a aquel refugio. Al santuario. Aquel lugar de tierra,
agua o aire que te lleve hasta ti. Has de buscar. Escúchate. Localiza, entre la
niebla, tu lugar. Tu punto de anclaje.
Todos estamos anclados a la vida. A veces, a través de
personas. A veces, a través de momentos. O de lugares. O de las tres cosas.
Encuentra tu ancla, vuelve al lugar. Vuelve a ti. Corre,
necesitas hallarte. Tienes que reconstruirte, que rehacerte. Tienes que sanar.
Busca tu anclaje. Aquel refugio tuyo, y solo tuyo, al que has acudido antes.
Inconscientemente.
A tu árbol del parque.
A tu marea.
A tu mecedora.
Vuelve. Encuentra tus raíces. Llénate de luz.
Ya basta de tanta oscuridad.
Florece.
-ibarranco-