-Eh, escribe sobre mí alguna vez.
Me dijiste. No, no fuiste tú.
Fue tu boca.
Suave, cálida. Plena fruta de verano. Lluvia fresca sobre la
tierra en sequía.
Lo pronunció tu boca, en consonantes frágiles, huidizas.
Precarias como arcoíris brillantes en cada cielo nublado.
Fue tu boca, la de las razones infinitas. La de los hálitos
de vida. Fue tu boca, la de rosas que se abren, orgásmicas, en las mañanas de
abril.
Escribe sobre mí alguna vez.
Orden inocente, juguetona, aparentemente deshilachada de la
realidad que vives.
Deseo que arraiga en mi mente, y no puedo parar desde
entonces.
Nunca sabré como hablar de tus ojos. Infinitos. Suspicaces.
Henchidos de luz.
Jamás sabré hacerles justicia a tus universos de sueños, que
penden sobre ti –y más allá de ti –desprendidos del cielo abierto.
Ni a tus curvas, ni a la perfección de tus mejillas –nunca
contemplé unos pómulos tan puros. Ni a tus andares de despreocupada
sensualidad, ni a tus hombros. Delgada firmeza entre tanto ruido.
Jamás sabré hacerle justicia a todo el universo que habita
dentro de ti. Ni a tus mareas, que poseen su luna propia, y su incomprensible
vaivén de olas. Misterio para mí. Apenas sé sino sentarme a tus orillas, y
esperar a que arribes.
Con tus flores, tus trinos de pájaro, tu manto de naturaleza
y de mujer.
Esperar a que te des la vuelta, y repares en mí –pobre
escritor balbuceante –y me estalles de infinito.
De todas tus flores.
Y de todas tus primaveras.
ibarranco
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