Hay, quizá, en la vida ciertos momentos en que uno se ve
obligado a hacer balance. Quizá por costumbre social, por quedar bien o porque
nos brota una melancolía filosófica.
El caso es que cuando uno come uvas en invierno o sopla
velas sobre una tarta, el mecanismo este suele activarse.
Y aquí anda uno, a horcajadas sobre lo cotidiano y con los
claroscuros de la introspección invadiendo los rincones.
De repente la vida se va volviendo seria, y los
“veintipocos” se van convirtiendo en “veintipicos”. Y uno se ve más hecho, sin
saber cómo.
Cómo se van cerrando etapas, sin que nos demos cuenta. La
vida se escurre, como una mujer sin zapatos que se larga de la habitación. Y te
deja dormido, ajeno y resacoso.
Y vas creciendo. Y te das cuenta de que maduras cuando
prefieres quedarte los sábados en casa, o salimos a cenar y luego a dormir. Los
botellones van desapareciendo entre brumas, y las cervezas ocupan el top ten de
bebida. Las barbacoas los domingos destierran a las discotecas, y descubres que
los planes de carroza empiezan a molarte: museos, rutas de tapas y otros
terrenos dejan de estar vedados.
Empiezo a preguntarme que qué hago con mi vida, que qué
futuro voy a dibujar. Que dónde, con quién y de qué forma.
El trabajo ocupa una parte central en la distribución de tu
tiempo, y de repente eres responsable. Porque uno podía saltarse la clase de
los viernes en la facultad si la cerveza del jueves se le iba de las manos.
Pero no puede saltarse el trabajo del viernes. Ni tú ni tus colegas. “A las 12
en casa” ya no te lo dice papá ni mamá, sino una especie de Pepito Grillo
tocapelotas que ha brotado en tu conciencia. Sucede cuando maduras.
Y uno pierde amigos. Que los pierde. Desaparecen, se
marchan, se despreocupan. Y llegan nuevos. Y uno aprende que la vida es una
marea, con sus propias normas. Uno puede navegarla, pero no dirigirla. Y deja
de hacer un drama porque fulanito te hizo esto o no hizo aquello.
Madurar, sin darse cuenta. Uno se ve más alto, con más
barriga, con menos pelo o menos vista. Pero por dentro seguimos iguales.
Soplar velas me pone melancólico, pero también me hace
feliz. Me alegra comprobar que hay una parte de crío que sigue viviendo en mí.
A veces lo dejo salir, y me da igual tener veintilargos que cuarentaimuchos.
Madurar también es aprender a traer de vuelta a ese crío que llevamos injertado
desde la infancia.
Y aprender a ser río.
El agua cambia, corre… pero el cauce que marca sigue siendo el mismo.
Y eso asusta, sí… pero también da tranquilidad.
Por mucho que uno crezca, en algunas cosas se sigue siendo
el mismo.
ibarranco
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