Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

Hoy ni siquiera me he dado cuenta que estrenábamos mes.  Y es que la vida se nos escurre de entre los dedos, sin que nos demos cuenta.
Y así estamos camino de la primavera, en un año que acabamos de estrenar. Así estamos, a cinco meses de terminar con la vida tal como la conozco ahora.

Y de repente, en una mañana cualquiera de un día cualquiera, mi mente se pierde en algún lugar de mis apuntes, justo en la página 18. Y las letras se vuelven borrosas a medida que miramos más allá del papel.

La vida se ha precipitado a tu paso. Han caído casas que parecían sólidamente construidas. Han caído, aprisionando entre sus escombros, caras conocidas. Caras que amas.

Se han abierto brechas en algún lugar de la telaraña que han desestabilizado la red.  Ha caído la enfermedad, como un bloque de hielo pesado, y ha empezado a derretirse a tu alrededor. El agua fría hace ver las cosas de otra manera.
Han aparecido arrugas en los ojos, de tanto mirar forzado. Se ha desgastado la piel de las manos, de tanto tirar de las cuerdas que mantienen unido el hogar.

La vida en Febrero es como un caleidoscopio deformado por la sal. Sal de lágrimas, sal de sudor y de esfuerzo. Sal de flotar entre las olas: que a veces vienen y a veces van.
Se desfiguraron la tierra y el cielo. Se deforma el futuro, precipitándose a mi encuentro. Se rompieron las seguridades cuando comprendí la fragilidad de las cuerdas que mueven las marionetas.

Y aquí me veo, a las puertas de la primavera. Con un invierno más a las espaldas, y sin haber avanzado demasiado.
Aquí me veo, solitario. Con el conocimiento de la vida, como alas plegadas, que pesan a mis espaldas –pero algún día me permitirán volar –.
Con la sombra del pasado pegada a los pies –ésos que me trajeron a este recodo del camino –.
Con un sol cegador frente a mí. Que deslumbra, y apenas deja ver más allá.

Solo y ciego.
Cegado por la misma luz que me alumbraba.

Israel Barranco

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