Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
La lluvia cae, indolente, sobre el suelo de la calle.
Te mojas, y el agua de la lluvia se mezcla con tus propias lágrimas.
Quisieras correr, escapar. Te encuentras solo y perdido en una ciudad demasiado grande para ti. Demasiado desconocida.
Pero solo eres capaz de permanecer allí, bajo la lluvia, observando como los pedazos de tu vida se deshacen bajo el agua que se desmorona desde el cielo.
Y te da rabia. Miras al cielo y gritas. Y del cielo solo cae más agua. Y tú lloras como un niño pequeño, y deseas con todas tus fuerzas que se acabe ya el dolor, pero este no pasa. Tu corazón bombea más deprisa, intentando liberarse del miedo que lo aprisiona, como una garra helada, que aprieta y aprieta cada vez más fuerte.
El tiempo se escurre lentamente, silencioso y ausente. Y se te van los días, las horas, los segundos. Deseas poder pararlo, pero no puedes. La lluvia sigue mojando la calle, y tú, más viejo y más cansado, sigues atado al suelo. La esperanza se va apagando poco a poco en la creciente oscuridad. Asustado, te preguntas cuándo llegará el amanecer. ¿Por qué tarda tanto? ¿Acaso el sol olvidó su camino? Y te sientes tan débil… Las manos y el corazón están fríos. Los ojos, cansados de tanto llorar. Te duele el cuello de mirar al cielo, esperando un milagro. Y sin embargo, sigues mirando hacia arriba. Tal vez por orgullo. Tal vez sea la patética naturaleza del ser humano, que nos permite tropezar infinitas veces en el mismo lugar. No lo sabes. Pero tus ojos siguen clavados en el cielo, esperando el milagro.
Y en ese momento, todo se detiene. Los coches dejan de pasar por la calle, y hasta las farolas contienen su luz. Todo el universo aguanta la respiración. Y sucede.
Las nubes se apartan poco a poco, y cae sobre la mojada noche el primer rayo de luz.
Los ojos te escuecen, y el corazón también. Es lo que sucede cuando sanan las heridas. Escuecen.
Y entonces la luz se abre paso, poco a poco. Y la ciudad te parece menos extraña, menos fría. Y sientes como el corazón comienza a latir de nuevo. Poco a poco. Despacio. Como la primavera cubre de flores la escarcha tras el invierno. Como el sol asoma siempre tras la noche. ¿Cómo pudiste dudar? ¿Cómo perdiste la certeza de que el sol siempre aparece al amanecer? Y descubres cómo los rayos de sol van ahuyentando la oscuridad. Justo cuando la noche era más oscura. Justo entonces. Y empiezas a comprender. Te das cuenta de que la melodía de tu vida continúa. Porque en la música, los silencios también son importantes. Cuando se apagan las notas, y te ves perdido, no lo entiendes. Pero después, cuando todo ha acabado, miras la partitura que tienes entre las manos, y sonríes. Todo cobra sentido. Cada silencio que nos obliga a callarnos a la vez nos da el respiro justo para que podamos tomar aire y continuar cantando.
Y entonces ves la vida en todo su esplendor. Eres capaz de volar sobre el cielo y la tierra, y te sientes vivo y libre. Las ataduras caen, y la fe trae de nuevo la esperanza a tu corazón. Y te alegras de que no hubiera acabado todo. Lloras. Pero ahora son lágrimas de felicidad. Lágrimas que limpian tu alma. Sientes la tierra húmeda bajo tus pies cuando corres. El aire te acaricia el rostro, y desde lo más hondo de tu corazón nacen las ganas de volver. Las ganas de volver a vivir.
Y te sientas entre las mil cajas de tus sentimientos y ríes. Comienzas a desempaquetarlo todo. Las emociones regresan a ti, como oleadas de un mar largo tiempo ignorado. Y te prometes a ti mismo que no volverás a hacerte esto. Jamás volverás a hacerte daño.
 La vida es demasiado hermosa como para desperdiciarla llorando. Y en cualquier momento puede terminar. Porque todos sabemos que el futuro no nos pertenece. Nosotros sólo somos dueños del presente. Y debemos escribirlo con nuestra mejor letra. Porque en cualquier momento el libro puede llegar a su fin. Y cuando así sea, ojala seamos capaces de escribir nuestras últimas líneas con el alma en paz, conscientes de que hemos vivido profundamente el regalo de la vida. Con la alegría de saber que nos hemos equivocado y que hemos tenido la valentía de seguir adelante.
Jamás debemos olvidar que hasta las luces más pequeñas brillan en la oscuridad. Aunque no las veamos, jamás debemos perder la certeza de que están ahí. Y, sobre todo, nunca debemos dudar de que el sol salga tras la noche. Siempre lo hace.
Israel Barranco.

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